Volar
Hay una hora de la noche, cuando todo duerme, cuando se
puede identificar a cada auto que pasa por allí, cuando se escuchan los pasos
perdidos de casi nadie como si no quisieran despertar a las veredas, los que se
pueden oir claramente aún cuando estés en el piso diez. A esa hora, todo el día
se mezcla en una sola imagen, un solo sonido: el silencio casi total. La
ventana del balcón abierta ayuda a que llegue el sonido de la lluvia cayendo
mansamente sobre el pavimento. Esa imagen, que noche a noche baila sobre el
balcón, traslúcida tras los vidrios de la ventana, es siempre la misma, la que
no quiere irse, la que vuelve indefectiblemente cada vez que la ciudad se
aquieta, la que también está en el día a día, la que ni siquiera quiere hacerse
borrosa a pesar del tiempo que parece detenido, inmovilizado. Esa imagen pesa
anudada en el estómago, cierra la garganta, ahoga, encierra, hace que el
universo se vea tan pequeño, que el mundo termine en la vereda de enfrente, que
la mañana esté tan y tan lejana, que el recuerdo de buenos tiempos se adormezca
en el olvido, como si hubieran ocurrido hace siglos, y te deja vacío de
presente, mudo de esperanzas. Y esa clase de dolor, que no tiene punto de apoyo
identificable sobre el cuerpo, pero incansable, constante y profundo, aprieta
el pecho como si tuvieras cientos de anzuelos desgarrando tu interior,
arrancándote todo lo bueno que supiste dar, y que te dejó invisible de
alegrías.
El vaso del último trago, aún contiene un desgastado hielo,
y muerto sobre la pequeña mesa, se convierte en el único compañero a quien ya
le contaste miles de veces la misma historia: fueron tantos años de darle el
gusto a tu corazón sin escuchar jamás a tu razón, y ciego de amor seguiste
peleando aún cuando ni siquiera quedaba olor a pólvora de la última batalla
real por la que valiera la pena entregar la vida. El ficus apenas mueve sus
hojas danzando con la brisa, y para vos, eso alcanza para saber que podés
volar, porque otra vez, el corazón sobre la razón, te dice que de algún modo,
todo tiene que acabar alguna vez, y sentís otra vez, que podés volar. Los
anzuelos tiran un poco más, con cada abrir y cerrar de ojos, tiran y tiran,
sangrando en tu interior todo el dolor. Tiene que terminar, del algún modo,
tiene que terminar.
Apenas apoyados los pies al filo del balcón, la brisa
acaricia fríamente tu rostro, y eso refresca, enjuaga las últimas lágrimas,
libera, y volvés a sentir que sí, que podés volar. Los brazos abiertos como si
quisieras atrapar el viento, la mirada al cielo con los ojos cerrados, una sonrisa
apenas se dibuja en los labios, pero es la hermosa señal de liberación, volvés
a sentir que podés volar. Los ojos bien cerrados, no te dejan ver los planos y
todo da vueltas a tu alrededor, la sonrisa no se va, y eso se siente bien, todo
gira, confunde, pero afloja la presión, te sentís bien, muy bien, y con esa
sonrisa inmutable en los labios, das el último empujón al vacío, estás seguro
de que podés volar. Las manos mudas sobre el piano, de todos modos, algún día debía terminar esta canción.
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