El Viejo Videla



El Viejo Videla. así le decían a mi abuelo, aunque en realidad se llamaba Guadalupe Alejandro Videla, un nombre que se puso a sí mismo al igual que su fecha de nacimiento, ya que donde nació no había obligación de registrar a las personas ni oficina dónde hacerlo. Su extraño origen, proviene en parte de la historia de nuestra Argentina, él era hijo de uno de los caciques pampas, Catriel, un aborigen del sur de la actual Pcia. de Buenos Aires. Su madre, una cautiva española de la que nunca supe su nombre, le dio veintitrés hermanos, al menos esos fueron los que sobrevivieron, de los cuales no conocí a ninguno, solo supe de una hermana que vivía en Neuquén a la que él visitaba cada año. Nunca tuvo ni necesitó dinero para vivir, sabía cómo sobrevivir al día a día, por ejemplo, para visitar a su hermana en la lejana provincia del sur, sacaba un pasaje en tren hasta donde pudiera llegar con las monedas que llevaba en el bolsillo, durante el viaje, tocaba su acordeón para el pasaje, a la gorra, y con lo recaudado, sacaba un nuevo pasaje para el siguiente tramo. En los veranos, se mudaba a Mar del Plata, donde era muy conocido como el Viejo del Acordeón en el puerto de esa ciudad, allí tocaba todo el día, y de su sombrero manaba su modo de sobrevivir.
Vestía bombachas de gaucho, botas, camisa, campera y sombrero, una mochila y su acordeón, fueron toda su fortuna durante toda su vida. De joven trabajó en la construcción de caminos, para la ya histórica Dirección Nacional de Vialidad, pero los trabajos en los que se destacó fueron como domador de caballos y como payador, siempre con su acordeón a cuestas andaba de pulpería en pulpería curtiendo esa raíz del actual freestyle rap. Una tarde de primavera, en una de sus visitas a mi casa de la infancia, mientras tomábamos unos mates, me contó una historia de esos contrapuntos con otros payadores, donde el alcohol era siempre el tercer actor. Las letras de las payadas, eran absolutamente improvisadas, con su típica rima, y siempre hablaban de costumbres locales que en general eran risueñas, pero cuando los oponentes eran del mismo nivel, estas se hacían extensas hasta que alguno salía victorioso cerrando el contrapunto. En muchas ocasiones estas letras se ponían picantes con el oponente, y si esta situación se repetía en, era común que todo terminara en una pelea a puro facón. El tenía un oponente que cumplía esas características con el que solía enfrentarse, y con el que había "pica" de larga data, hasta que en una ocasión, la disputa pasó de picante a ponerse bien dura, de modo que terminó en una pelea fuera de la pulpería donde hablaron los cuchillos, ambos eran buenos para las payadas y también para las peleas, pero el Viejo Videla en esta ocasión terminó con la vida de su oponente. Como resultado de esta situación, intervino el comisario del pueblo (Coronel Pringles), el que lo condenó a una semana de calabozo abierto con la obligación de limpiar cada día toda la comisaría y cebarle mates cada vez que se lo pidiera. No nos olvidemos que por aquella época (finales del 1800), estas peleas por el honor, eran normales y prácticamente legales, un legado de los duelos a espada que habíamos heredado de los españoles.
Guardaba tantas historias para contar que uno podría pasarse días enteros escuchándolo. Uno de sus hijos (Lalo), camionero de profesión, vivía en Dolores, Pcia de Bs. As., a pocos kilómetros de allí, en Maipú, mi abuelo cuidaba un campo bien alejado de la ruta 2, en una zona de chacras y pequeñas extensiones de tierra, esa era su casa, pero realmente pasaba muy poco tiempo del año allí, era un auténtico trotamundos. En una ocasión, un colega de Lalo lo visitó para contarle que se había enterado que su padre estaba enfermo o había tenido un accidente, y le recomendó que se acercara hasta su casa para ver cuál era su situación. Lalo viajó hasta Maipú, pero al llegar, encontró la casa vacía, obviamente se preocupó, nada sabía de lo ocurrido, así que comenzó indagando entre los vecinos de los campos linderos, pero nadie sabía nada acerca del hecho en cuestión, uno de ellos le recomendó que se acercara hasta un campo donde la hija del propietario festejaba su cumpleaños de 15, allí podría preguntar a más gente ya que a la reunión asistían muchos vecinos. Al llegar, preguntó al dueño de casa si sabía algo de su padre, y este le comentó que estaba allí, en la fiesta, y le contó que a sus ochenta años había intentado volver a domar un caballo, pero que este lo había tirado y se había quebrado dos costillas. Al llegar al centro de la reunión encontró al Viejo tocando el acordeón y bailando, con sus ochenta a cuesta y dos costillas rotas que no lo hicieron quejarse de dolor.
Venía de visita a casa de mis padres cada seis meses aproximadamente, a veces un poco menos, no tenía un ritmo para ellas. Yo andaba por los diecisiete años y ya tenía mi primera banda de música, y a él le encantaba meterse a los ensayos, escuchaba en silencio por largos ratos.
En unos carnavales en los que teníamos un show en un club de La Plata donde se reunía gran cantidad de gente, lo invitamos a tocar con nosotros. No sabíamos qué íbamos a tocar con él, pero estábamos tranquilos, nuestro estilo por aquella época era música divertida, para bailar, así que no iba a desentonar. Aquella noche, aparecimos en el escenarios disfrazados, e incorporamos a novias, hermanas y amigas para coros y bailes, todo era una fiesta. Mi abuelo esperaba, acordeón en mano a un lado del escenario, y cuando el clima estaba bien arriba, lo llamamos a que se incorporara, pidió una banqueta y un micrófono, nos miró como preguntando: 
- "Y ahora, qué hacemos?". 
Le dije: 
- "Empezá que te seguimos". 
No lo dudó y a solas con su acordeón, arrancó una tarantela bien italiana, comenzamos a seguirlo, y en unos segundos ya sonaba la banda a pleno. Se acomodó el micrófono y comenzó a cantar. En ese momento, ya la mitad de la gente había dejado de bailar para acercarse al escenario, porque a pesar de lo burdo de nuestra música y de nuestra imagen, que apareciera un gaucho en el escenario, tocando el acordeón, era más que insólito. La letra de la tarantela fue lo que hizo que todo el espectáculo terminara en pocos minutos por el absoluto descontrol que se generó en la pista, con la gente saltando, corriendo y gritando. Los organizadores nos pidieron que detuviésemos la música, porque no podían controlar al público y se adivinaba un desbande mayúsculo. De la letra de la tarantela, solo recuerdo un par de estrofas que decían.

"Titiretela tenía una vaca,
quien se la pone y no se la saca....."

Fue una noche tremenda que nunca olvidaré, al igual que mis amigos de aquella época, que lo adoraban por su estilo despreocupado, libertario y desinhibido.
Una mañana, golpearon la puerta de casa, salí a atender y me sorprendió verlo allí parado, esperando que le abriera, mucho más que las anteriores visitas, y esto era porque hacía apenas un mes que había estado en casa, y como conté más arriba, él acostumbraba a visitas más espaciadas. Tenía un gesto de cansancio, como si hubiera viajado desde muy lejos. Lo abracé y nos sentamos en el living, le pregunté qué pasaba que había vuelto tan pronto. Me respondió: 
- "Es que la Parca me anda pisando el poncho". 
Debo haberme quedado callado un buen rato, lo que decía no era broma, sonaba pesado, y en toda mi vida, jamás se me habría ocurrido pensar en una situación así, él era todo lo contrario, solo energía, nunca una queja, siempre positivo. Le pregunté si se sentía mal, y me dijo que por ahora tomemos unos mates, y que después del mediodía lo acompañara al hospital a ver a algún médico. Así ocurrió, fuimos al Hospital Rossi de La Plata, allí lo vio un médico con el que hablé cuando terminó la consulta. Me dijo que necesitaba que se quedara en el hospital para hacerle algunos estudios, que luego de ellos iba a tener un diagnóstico. Volví a verlo ya acostado en una cama de una sala general. Tenía el mismo gesto de cansancio, pero se lo veía muy tranquilo, una profunda relajación se adivinaba en sus ojos intensamente celestes.
Le dije que iba a volver a casa a contarle a mi mamá acerca de su situación, y le pareció bien, solo me pidió que no vinieran nadie a verlo, que él estaba bien, y que yo volviera para pasar la noche a su lado.
A última hora de la tarde, volví al hospital, su estado era el mismo de más temprano. Me senté a su lado y conversamos tranquilamente. Cenó temprano como siempre ocurre en los hospitales, se apagaron las luces de la sala y al rato lo vi dormirse mientras me miraba mansamente con una media sonrisa en sus labios. Me quedé leyendo un rato bajo la escasa luz ambiente, y me dormí en aquella incómoda silla. Al despertarme en la mañana muy temprano, cuando comenzaban a hacer la limpieza de la sala, él aún dormía, me quedé mirándolo en silencio por algún tiempo, al cabo de unos minutos, llamé a una enfermera, la que comprobó que ya no despertaría.

La parca había alcanzado a pisar su poncho.




Comentarios

Entradas populares de este blog

Solo algunas noches

Jesús Verdugo