Irreversible
















Mora, un nombre que la pintaba de cuerpo entero por su largo cabello lacio de color azabache, tan moro como los antiguos habitantes del sur de España, su piel cobriza y su delgada figura la hacían más andaluza que americana. Levantó la cabeza y vio su propio rostro reflejado en el enorme ventanal de la cafetería del aeropuerto de Málaga, del otro lado del vidrio, un avión de LAN y otro de Alitalia, ambos enganchados a sus respectivas mangas esperaban pacientes el momento de su partida, y al fondo se recortaban sobre un cielo azul y cobre las Sierras Blancas que recorren todo el sur de la Península Ibérica. Los altavoces le acababan de anunciar que su vuelo de Aerolíneas Argentinas proveniente de Madrid, el mismo que la devolvería a casa, venia con al menos tres horas de retraso, Barajas estaba cada día más caótico. No la inmutó demasiado la noticia porque venía masticando su regreso desde hace tiempo ya, un regreso que estaba imbuido de dos sentimientos perfectamente opuestos, por un lado deseaba volver a todo lo suyo: su casa, su cuarto, sus veredas rotas, su gente, sus afectos, su familia, y por el otro, el que le producía el arraigo alcanzado después de tres largos años buscando infructuosamente un destino mejor. No se olvidaba de las razones que la habían animado a esta aventura de cortar raíces y aterrizar la madrugada de un lejano setiembre “al otro mundo” lugar donde no conocía a nadie, al que se animó sin siquiera imaginar cómo iba a sobrevivir en él. Tres años de inmigrante son muchísimo más tiempo que tres años “en casa”. No había notado todavía que el tiempo iba filtrando los buenos recuerdos, dejando escurrir todo lo malo, lo que duele, lo que no gusta, todo aquello que soportamos sin queja, pero que al reflorecer al regreso, poco a poco empieza a molestar hasta llegar a doler, pero esto lo descubriría ya estando en Buenos Aires, por ahora, solo ansiaba llegar y encontrar esos cálidos abrazos que seguramente la esperarían en Ezeiza. En fin, en aquel momento, sin meditar demasiado, se propuso comprar algún libro para leer en estas tres horas y que luego también la ayudara a acortar las interminables diecisiete horas de viaje.

Le costó poco decidirse, porque a pesar de aquella sorprendente y mediática historia del plagio, Bucay y su “Amarse con los ojos abiertos” fueron una materia pendiente en su historia literaria, también se llevó consigo un paquete de galletitas para sobrellevar la espera sin que su estómago se quejara demasiado. Eligió un asiento algo retirado de los mostradores de embarque, evitando el bullicio, porque a pesar de su pequeño tamaño, este aeropuerto suele tener mucho tránsito en esta época del año. Acomodó a su lado la mochila que llevaba como único equipaje de mano además de un abrigo, ya que si bien era primavera en el hemisferio norte, llegaría en otoño a Buenos Aires.

No leyó ni el preámbulo ni el título siquiera y pasó directamente al capítulo uno, ansiaba esta lectura y pronto se metió en la historia desconectándose casi por completo de su entorno, tanto, que ni siquiera quitaba los ojos del libro para tomar una tras otra las galletitas del paquete que tenia al otro lado del equipaje, justo entre ella y aquel tipo que unos momentos antes se había sentado en el mismo banco. A pesar de lo absorta que estaba en la lectura, algo la sacó de ese clima, y fue cuando notó que el desconocido que tenía a su lado, también metía su mano en el paquete de galletitas y desprejuiciadamente estaba comiéndose una de ellas. Levantó los ojos, pero a pesar de la sorpresa y la bronca que tal desparpajo le ocasionaban no tuvo el valor de mirarlo de frente, tampoco tuvo el valor de reprocharle la actitud. Intentó seguir leyendo pero no podía abstraerse de la insólita situación, menos aún cuando vio que aquel hombre de unos cuarenta años y muy bien vestido, volvía a meter la mano en “su” paquete de galletitas. A pesar de lo absurdo de la situación, ella también siguió comiendo una tras otra, aquellas galletitas que pronto fueron agotándose. Al final del paquete, solo había quedado una de ellas, y entonces, en medio de su impotencia se preguntó: - “Ahá !!! A ver ahora si tenés el valor de comerte la última…”. Esperó un instante, y como aquel desconocido seguía imperturbable, se decidió a ir por la última galletita del paquete pero en cuanto inició el gesto con su mano, el hombre se adelantó y metió su mano dentro del paquete. Casi grita de ira, pero su impotencia pudo más y se quedó congelada con un gesto boquiabierto y en silencio, la mano a medio camino del paquete, gesto que no pudo contener por mucho tiempo, y que se interrumpió cuando simplemente por impulso siguió camino hacia el  fondo del paquete, tan solo para desmantelar toda su cordura al comprobar que aquel hombre le había dejado la mitad de la última galletita. El asombro por la falta de vergüenza del desconocido y la frustración por no haber reaccionado como correspondía la habían sacado totalmente de la lectura y la habían metido en sí misma dejándola masticando rabia por el tiempo que restó hasta que los altavoces de la terminal aérea la volvieron a contactar con el entorno para anunciarle la salida de su vuelo.

Se acomodó mansamente en el asiento de clase turista, la pequeña mochila debajo de sus largas piernas. Cerró los ojos y no los volvió a abrir hasta pasado un buen rato desde el despegue, afuera la noche oscura sobre el Atlántico, el mudo murmullo de las turbinas y la calma del pasaje la decidieron a volver a Bucay. Sacó la mochila de entre sus piernas en busca del libro que allí había guardado, pero al descorrer el cierre y mirar dentro de ella, casi no pudo ahogar un grito de asombro…, el paquete de galletitas que había comprado junto con el libro estaba allí, dentro de su mochila, intacto, sin abrir.

Pensó rápidamente en todo lo sucedido y sin mucho análisis entendió que aquel paquete de galletitas que creyó suyo, y que motivó la extrañísima situación con el desconocido, no era en realidad suyo, sino de él, lo que instantáneamente la hizo cambiar del odio al amor. Dio mil vueltas en su mente la idea de pedirle perdón, y pensó en una y otra forma de ubicarlo, pero entendió que era absolutamente imposible volver atrás en el tiempo.

A medida que iba aceptando la idea de que probablemente nunca más volvería a ver al desconocido, sus pensamientos la llevaron a transpolar esta historia con muchas otras de su propia vida, hasta redescubrir la idea de que cada momento que vivimos, es sencillamente irreversible, que podemos desandar el camino, pero nunca volverá a ser el mismo, que no podemos volver atrás una piedra que ya hemos arrojado, una palabra que ya salió de nuestros labios, un “te quiero” que callamos, la esquina que no doblamos, todo esto es único e irrepetible, y con esta sensación en el corazón que le dio tantas ganas de apretar el acelerador y vivir a fondo cada instante sin temor a equivocarse, se durmió sin necesidad de Bucay, sin temor a lo que encontraría en Buenos Aires. 

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