Irreversible
Mora, un
nombre que la pintaba de cuerpo entero por su largo cabello lacio de color
azabache, tan moro como los antiguos habitantes del sur de España, su piel
cobriza y su delgada figura la hacían más andaluza que americana. Levantó la
cabeza y vio su propio rostro reflejado en el enorme ventanal de la cafetería
del aeropuerto de Málaga, del otro lado del vidrio, un avión de LAN y otro de
Alitalia, ambos enganchados a sus respectivas mangas esperaban pacientes el
momento de su partida, y al fondo se recortaban sobre un cielo azul y cobre las
Sierras Blancas que recorren todo el sur de
Le costó poco
decidirse, porque a pesar de aquella sorprendente y mediática historia del
plagio, Bucay y su “Amarse con los ojos
abiertos” fueron una materia pendiente en su historia literaria, también se
llevó consigo un paquete de galletitas para sobrellevar la espera sin que su
estómago se quejara demasiado. Eligió un asiento algo retirado de los
mostradores de embarque, evitando el bullicio, porque a pesar de su pequeño
tamaño, este aeropuerto suele tener mucho tránsito en esta época del año.
Acomodó a su lado la mochila que llevaba como único equipaje de mano además de un
abrigo, ya que si bien era primavera en el hemisferio norte, llegaría en otoño
a Buenos Aires.
No leyó ni el
preámbulo ni el título siquiera y pasó directamente al capítulo uno, ansiaba
esta lectura y pronto se metió en la historia desconectándose casi por completo
de su entorno, tanto, que ni siquiera quitaba los ojos del libro para tomar una
tras otra las galletitas del paquete que tenia al otro lado del equipaje, justo
entre ella y aquel tipo que unos momentos antes se había sentado en el mismo
banco. A pesar de lo absorta que estaba en la lectura, algo la sacó de ese
clima, y fue cuando notó que el desconocido que tenía a su lado, también metía su
mano en el paquete de galletitas y desprejuiciadamente estaba comiéndose una de
ellas. Levantó los ojos, pero a pesar de la sorpresa y la bronca que tal
desparpajo le ocasionaban no tuvo el valor de mirarlo de frente, tampoco tuvo
el valor de reprocharle la actitud. Intentó seguir leyendo pero no podía
abstraerse de la insólita situación, menos aún cuando vio que aquel hombre de
unos cuarenta años y muy bien vestido, volvía a meter la mano en “su” paquete
de galletitas. A pesar de lo absurdo de la situación, ella también siguió
comiendo una tras otra, aquellas galletitas que pronto fueron agotándose. Al
final del paquete, solo había quedado una de ellas, y entonces, en medio de su
impotencia se preguntó: - “Ahá !!! A ver
ahora si tenés el valor de comerte la última…”. Esperó un instante, y como
aquel desconocido seguía imperturbable, se decidió a ir por la última galletita
del paquete pero en cuanto inició el gesto con su mano, el hombre se adelantó y
metió su mano dentro del paquete. Casi grita de ira, pero su impotencia pudo
más y se quedó congelada con un gesto boquiabierto y en silencio, la mano a
medio camino del paquete, gesto que no pudo contener por mucho tiempo, y que se
interrumpió cuando simplemente por impulso siguió camino hacia el fondo del paquete, tan solo para desmantelar
toda su cordura al comprobar que aquel hombre le había dejado la mitad de la
última galletita. El asombro por la falta de vergüenza del desconocido y la
frustración por no haber reaccionado como correspondía la habían sacado
totalmente de la lectura y la habían metido en sí misma dejándola masticando
rabia por el tiempo que restó hasta que los altavoces de la terminal aérea la
volvieron a contactar con el entorno para anunciarle la salida de su vuelo.
Se acomodó
mansamente en el asiento de clase turista, la pequeña mochila debajo de sus
largas piernas. Cerró los ojos y no los volvió a abrir hasta pasado un buen
rato desde el despegue, afuera la noche oscura sobre el Atlántico, el mudo
murmullo de las turbinas y la calma del pasaje la decidieron a volver a Bucay.
Sacó la mochila de entre sus piernas en busca del libro que allí había
guardado, pero al descorrer el cierre y mirar dentro de ella, casi no pudo
ahogar un grito de asombro…, el paquete de galletitas que había comprado junto
con el libro estaba allí, dentro de su mochila, intacto, sin abrir.
Pensó
rápidamente en todo lo sucedido y sin mucho análisis entendió que aquel paquete
de galletitas que creyó suyo, y que motivó la extrañísima situación con el desconocido,
no era en realidad suyo, sino de él, lo que instantáneamente la hizo cambiar
del odio al amor. Dio mil vueltas en su mente la idea de pedirle perdón, y
pensó en una y otra forma de ubicarlo, pero entendió que era absolutamente
imposible volver atrás en el tiempo.
A medida que
iba aceptando la idea de que probablemente nunca más volvería a ver al
desconocido, sus pensamientos la llevaron a transpolar esta historia con muchas
otras de su propia vida, hasta redescubrir la idea de que cada momento que
vivimos, es sencillamente irreversible, que podemos desandar el camino, pero
nunca volverá a ser el mismo, que no podemos volver atrás una piedra que ya
hemos arrojado, una palabra que ya salió de nuestros labios, un “te quiero” que
callamos, la esquina que no doblamos, todo esto es único e irrepetible, y con
esta sensación en el corazón que le dio tantas ganas de apretar el acelerador y
vivir a fondo cada instante sin temor a equivocarse, se durmió sin necesidad de
Bucay, sin temor a lo que encontraría en Buenos Aires.
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